De ser estudiantes que ocasionalmente se veían la cara en el colegio o de haberlas escuchado nombrar por alguna parte, pasamos a convertirnos en amigas y cómplices para darle vida y sabor a la JMJ de parte de la delegación de Colombia.
A pesar de ser tan diferentes, de distintas edades y con tan variadas personalidades, nos volvimos un grupo fuerte y unido, siempre cuidándonos entre nosotros, dándonos ánimos en los momentos de cansancio y dolor y sobre todo compartiendo momentos de risas y diversión. Nos volvimos una familia.
A parte de convivir con mis compañeros, pude conocer a dos Hermanas Carmelitas Teresas de San José jóvenes, extremadamente amables e inteligentes: Hermanas Emily y Yasmín.
Hna. Emily, quién siempre estaba para nosotras en cualquier momento que la necesitáramos, nos trenzaba el cabello con mucha dulzura y se unía a nuestras locuras, además, escuchaba atentamente nuestros problemas o inquietudes y nos aconsejaba con tanta sabiduría, llenándonos de seguridad y fe para poder seguir adelante. Estoy realmente agradecida de haber podido compartir con ella, de sus historias sobre santos y la obra misericordiosa de Dios, como la paciencia con la que me explicaba lo que no entendía. Gracias a ella pude comprender un poco más la fe cristiana y el amor tan grande que nos tiene Dios, que hace grandes cosas en nosotros y el cual siempre nos conduce a cumplir nuestra misión.
Por otra parte, estaba la hermana Yasmín, a la cual yo consideraba como una hermana mayor. Siempre estaba pendiente de todas nosotras, de que no nos perdiéramos y que no nos pasara absolutamente nada. La hermana me transmitía mucha seguridad y confianza, por lo cual siempre andaba a su lado. Me cuidaba mucho y yo siempre buscaba la manera de ayudarla, siendo un gran equipo. Aunque no habláramos mucho, siempre podía contar con ella para lo que fuera.
Además, la hermana Lina, quien era la líder del grupo, desempeñó muy bien su papel, siempre guiándonos y cuidándonos para que estuviéramos lo mejor posible. Sin ella, no hubiéramos llegado a tiempo a ninguna parte.
A través de la semana fuimos realizando diferentes actividades programadas de la JMJ en Panamá. Los primeros días caminábamos largos trayectos desde el punto de encuentro que era la parroquia, hasta los diferentes lugares dónde se realizaban los eventos centrales, tratando de animar nuestra travesía, siempre contando con el apoyo de los amables panameños, que nos pitaban y saludaban, haciendo nuestro camino más ameno. Así como saludábamos a los locales, nos encontrábamos en cada esquina jóvenes de diferentes países, portando cada uno su bandera con orgullo y honor. Al vernos y ver nuestra bandera, nos cantaban y animaban, así como nosotros les respondíamos alegremente a su llamado. Y así eran prácticamente todos los días.
Cuando nos sentíamos cansados y adoloridos, con solo escuchar los gritos y la algarabía, nos animábamos de repente y empezábamos a hacer bulla como buenos colombianos que somos. Esa era una de las partes más bonitas de esta bella jornada y una de mis partes favoritas.
Cuando llegamos el primer día, junto con María José, una compañera de 11 grado, nos asignaron una muy agradable familia, con la cual nos llevamos súper bien, ya que fueron extremadamente comprensivas con nosotras.
En un plano más espiritual, sentí que me conecté más con Dios y en el amor tan grande que nos tiene. Casi todos los días asistíamos a una catequesis en la universidad Santa María la Antigua, allí cantábamos, bailábamos y reflexionábamos bastante. Nos podíamos confesar y un día fui y me confesé con un padre muy compresivo. Hacía tiempo que no me confesaba, porque sinceramente no le veía el objetivo a la confesión, no creía que se necesitaran intermediarios para hablar con Dios y menos para que me perdonara. Frente a todas mis dudas sobre la iglesia, el padre me dijo lo siguiente: “imagina que la iglesia es un hospital de campaña, de esos que hay cuando se está en guerra. A ese hospital vienen personas con todo tipo de heridas, unas más graves que otras, unas pequeñas y de menor levedad y otras demasiado grandes. La cura para estas heridas es el perdón de Dios y todos necesitan ser curados”. Me di cuenta del poder tan grande de Dios y su amor infinito por nosotros, que, a pesar de nuestros pecados y malos sentimientos, él siempre nos perdona y nos demuestra que podemos vivir una vida feliz y plena, sin remordimientos ni tristeza. Que, si teníamos a Dios en nuestro corazón, siempre habrá luz en nuestro camino y nada malo nos pasará. Aunque Dios nos regala todo esto sin pedir nada a cambio, nosotros en muestra de amor y agradecimiento, podemos aportar nuestro granito, difundiendo el amor de Dios y enseñando su palabra.
La JMJ es una experiencia inolvidable, para todos los jóvenes que están afirmando su fe, como aquellos que la renuevan y reafirman a Dios en sus corazones, a todos aquellos quienes estén dispuestos a cambiar y a cambiar el mundo, haciendo lio por todas partes y siguiendo a la Virgen María.
María del Cielo Cuellar, Estudiante del Colegio El Carmen Teresiano de Cúcuta